El Tribunal de la Historia juzga pero no Casti-ga

Como llamar a una institución que quiebra y mata, que arrodilla y muerde al pueblo que la encumbra? Es triste que la construcción de una pirámide de creencias, de dogmas, de credos, de alienadores y de usurpadores de sentimientos y de conocimientos, tengamos que saber que ellos NO SON QUIÉNES DICEN SER, NI ADORAN A QUIÉNES CREIAMOS QUE SERÍAN, NI DAN A LOS POBRES NADA PORQUE JAMÁS LO HICIERON...Es triste llegar en 2017 y averiguar con la Grandísima estafa que una iglesia que se la consideraba espejo...No es más que un espejismo de muy mala calaña...Es muy acongojante y horroroso conocer qué energúmenos son los que se consideran amos y señores de esa iglesia...Que solo aprovechan a sus feligreses, fieles y demás fanáticos PARA EXPRIMIRLES HASTA LA ÚLTIMA MONEDA.



El Mundo Medieval ante Brutal atropello, de los actuales amos de esa Religión en decadencia, aunque nos salgamos un poco del guión acostumbrado, queríamos haceros ver, que por culpa de miles de años de SANGRE MALTRATADA POR ESTOS ESTÚPIDOS CONVERTIDOS EN SANTOS PADRES Y EN GARANTES DE LA FÉ CATÓLICA...SOLO HAN SIDO MASTINES SIRVERGÜENZAS Y ARROGANTES MALDITOS HIJOS DE LA LUJURIA, DE LA IRA Y DE LA SINRAZÓN...Pero eso sí muy astuta...Han sabido arrebatar a los buenos Guiadores de esa iglesia y se han posicionado dentro de ella BESTIAS SATANISTAS PSICÓPATAS, SIN SENTIMIENTOS, SOLO GULA Y BORRACHOS DE PODER, CON ELLO HAN AHOGADO MÁS NUESTROS INTERESES HUMANOS, ROBÁNDONOS A NUESTROS HIJOS O ROBANDO EN LOS BANCOS DE ALIMENTOS COMO SIGUEN HACIENDO EN EL MUNDO, PARA SUS SECTAS Y BANCOS...Se acabo su paternalismo, se acabó su buenismo, se acabo su conciencia por los demás, se acabó el secreto de confesión, se acabo luchar por el hambriento o por el sediento HOY SON UTOPÍAS, de las que SE BENEFICIAN CON HACER INTERMINABLES LAS CRISIS Y LA HAMBRUNA EN LA HUMANIDAD.








 La Iglesia Católica invadida por los Luciferianos que la han absorbido en todo el mundo y ellos la manejan


La Iglesia que hoy si fuera juzgada por los atentados por Lesa Humanidad en diez milenio no pagaría ni recompensaría el mal que está provocando en el mundo y el robo tan impresionante que sus lacayos profesan sin orden ni concierto alguno. Esa es la santurrona, la simo-níaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Cons-tantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albi-genses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de heren-cias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el ra-bioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calum-niadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contu-maz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antise-mita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traido-ra, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la in-consecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la ro-mana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussoli-ni y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretri-ces, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pen-dientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.

A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Amoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albi-genses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un monje cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballe-ros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuado-res de Cristo, o mejor dicho, de lo que los ingenuos creen que fue
Cristo: el hombre más noble y justo que haya producido la humani-dad, nuestra última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los ciudadanos de Beziers deci-dieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero por una impru-dencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio. 

¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico fue: “Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos”. Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas puertas los invaso-res fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Ve-ni Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola iglesia de San-ta María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, ni-ños ni viejos. “Hoy, Su Santidad -le escribía esa noche Amalrico a Inocencia III-, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad”. Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que llevaba el nombre burlón de Inocencia lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los emperado-res romanos cuando la llamada “era de los mártires” a lo largo y an-cho del Imperio. ¡Los hubieran matado a todos y no habríamos tenido Amalricos, ni Inocencias, ni Edad Media! ¡Qué feliz sería hoy el mun-do sin la sombra ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que caga lenguas de fuego, había dispuesto otra cosa.

El siguiente en la lista de los Inocencias, el cuarto, quien en el clímax de su delirio se designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó a la Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía. Y otro Inocencia, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave presi-dido por el soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desideran-tes affectibus que desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico, Giovanni, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37 este Médicis habría de as-cender al papado, que se parrandeó de banquete en banquete en una sola y continua fiesta. Se puso León X, aunque del feroz animal sólo tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a causa de una úlcera en el trasero adquirida tal vez en sus devaneos homosexuales y que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la Ciudad Eterna (que contaba entonces, entre sus cincuenta mil habitantes, con siete mil prostitutas registradas) le pagaban diezmos. Vendió en subasta dos mil ciento cincuenta pues-tos eclesiásticos, entre los cuales varios cardenalatos a treinta mil ducados el capelo, si bien a su primo bastardo Giulio de Médicis (el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio durante la ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la tiara pontificia. 

El Tribunal de la Historia, que juzga pero no casti-ga, registró sus primeras palabras como papa, dirigidas en ese ins-tante a su primo, alborozado: “Ahora sí que voy a gozar”. Las noven-ta y cinco iracundas tesis de Lutero no le hicieron mella. Era un espí-ritu feliz, en las antípodas del agriado Pablo IV de nuestros días, y sólo mató a un cardenal: al pérfido Alfonso Petrucci de Siena, quien en un complot con otros cuatro purpurados lo quería envenenar con-tra natura, haciendo de una salida entrada: le habían dado al médico toscano Battista de Vercelli la consigna de aplicarle a Su Santidad, con el pretexto de tratarle la úlcera, un tósigo maquiavélico, florenti-no, por el antifonario. No se les hizo. El papa descubrió la conjura-ción, ejecutó a Petrucci, puso a pudrirse en la cárcel a los otros cua-tro cardenales y vivió varios años más, feliz, con la conciencia tran-quila y disfrutando de lo que Juan Pablo II llamaba hace poco, en pleno epicentro del sida en África Central, “el banquete de la vida”, hasta que lo llamó doña Muerte a su banquete de gusanos: como a tantos otros papas que lo precedieron o siguieron, le mandó en el ve-rano sofocante de Roma una cattiva zanzara que le inoculó la mala-ria. Pero para terminar con Inocencio VIII, fue este otro maestro de la simonía el del acierto de llamar “Reyes Católicos” a Fernando e Isabel, los de España. ¡Qué menos para un matrimonio que persiguió a moros y judíos, que fundó la Inquisición española y que patrocinó a Torquemada! De los miles y miles de inocentes que este dominico vesánico torturó y quemó, ellos en última instancia son los responsa-bles, por ellos se fueron derechito al cielo.

Tras Beziers cayó Carcasona, donde Amalrico hizo conde de la ciudad a un veterano de la Cuarta Cruzada, Simón de Montfort, entregándole de paso el mando del heterogéneo ejército con la recomendación de que tratara a toda la Occitania como tierra de herejes y se sintiera libre de exterminar a cuantos quisiera sin tomar prisioneros. Consejo que en un principio el flamante conde no siguió: en Bram no mató ni uno, a todos los cegó. O mejor dicho a todos menos a uno que dejó tuerto para que con su único ojo pudiera guiar hasta Cabaret al resto, la columna de ciegos que avanzaba así: el ciego de atrás con las ma-nos puestas sobre los hombros del ciego de delante, y delante de to-dos el tuerto, de suerte que a la vista del ciempiés alucinante les acometiera a los enemigos de Inocencio el saludable temor a Dios. 

Cuarenta y ocho años tenía entonces este pontífice que había sido elegido a los 37, a la misma edad de Giovanni de Médicis: pocos comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, pero muchos frente a los 20 a que fue elegido Juan XI, o los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni se diga los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas. ¡Qué precocidad! Y dejen la religiosa, ¡la sexual! Todavía con su aguda voz infantil con que entonaba latines, su impúber Santidad ya andaba detrás de las damas. ¡No haber vivido yo en su Roma para acogerlo con el precepto evangélico “Dejad que los niños vengan a mí”! ¡Qué íntimas cuerdecitas no le habría pulsado a ese laúd!



Benedicto IX (nombre de pila Teofilacto) era sobrino de Juan XIX (nombre de pila Romarlo), quien había sucedido a su hermano Bene-dicto VIII (otro Teofilacto), quien a su vez era sobrino de Juan XII (nombre de pila Octaviano), quien era hijo del príncipe romano Aberi-co II, quien era hijo de puta y nieto de puta: hijo de Marozia y nieto de Teodora, el par de putas, madre e hija, que fundaron la dinastía de los Teofilactos que le dio seis papas a la cristiandad, a saber los cuatro enumerados más Juan XI, hijo ilegítimo de Marozia y del papa Sergio III y elevado al pontificado a los señalados 20 años por intri-gas de su mamá, y Juan XIII, hijo de Teodora la joven (hermana de Marozia) y un obispo. ¡Seis papas que se dicen rápido, salidos en última instancia de una sola vagina papal multípara, la de Teodora la vieja o Teodora la puta! Según el obispo de Cremona Liutprando, el gran cronista del papado de esta época, Juan XIII solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo cronista, Juan XII era gran cazador y ju-gador de dado, tenía pacto con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainier a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas. Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. ¡Claro, como era nieto y bisnieto de puta! Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató de un marti-llazo en la cabeza. ¿Alcanzaría a eyacular? Tenía 24 añitos. Otro que murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado fue Benedicto VII, sucesor de Benedicto VI. 

Pero no nos desviemos de la “pornocra-cia”, que es como un historiador de la Iglesia, el cardenal Baronio, bautizó a este período del papado del que el cronista-obispo Liut-prando fue testigo presencial. Muy bien puesto el nombre: como dedo en culo, como anillo en dedo de cardenal. Pero no únicamente para ese período. ¡Para toda la Historia de la Puta!
Nihil novum sub sole dice el Eclesiastés, y sí pero no: siempre en to-do hay una primera vez. Juan XIX sucedió a su hermano, Benedicto VIII; pero ya antes Pablo I había sucedido a su hermano Esteban III. El papa Hormisdas engendró al papa Silverio; pero ya antes el papa Anastasio I había engendrado al papa Inocencia I. Bonifacio VII es-tranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV; pero ya antes Sergio III había asesinado a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal, y Pelagio I había matado al papa Vigilia por corrupto. Ahora bien, hablando con propiedad, un papa no puede matar a otro pues en el momento del crimen el homicida todavía no es papa. Hasta que el Espíritu Santo no dé su exequátur en un cónclave, no hay papa. O sea: no puede haber dos papas vivos. Uno sí, con su antipapa y hasta con dos antipapas; o ninguno durante los interregnos y mientras le eligen sucesor al muerto. Pero dos a la vez, no: repugna, teológica-mente hablando. Así pues, por repugnancia teológica, es disparate hablar de papa papicida. Papa asesino y genocida ¡los que quieran! Pero papa papicida no.

A Juan VIII lo envenenaron y remataron a martillazos. Adulador y servil como pocos, este maestro del oportunismo coronó a Carlos el Calvo afirmando que Dios había decretado su elección como empera-dor desde “antes de la creación del mundo”, y en pago obtuvo una considerable ampliación de los dominios papales; se prodigó en ex-comuniones tanto como nuestro Wojtyla en canonizaciones; fundó la primera marina real con barcos propulsados por remeros esclavos y mató a infinidad de sarracenos como “animales salvajes”. Un pariente que aspiraba a sucederlo en el cargo lo envenenó y lo remató a mar-tillazos: malleolo, dum usque in cerebro constabat, percusus est, ex-piravit (hasta que el martillo se le quedó clavado en el cerebro), según dicen los Annales Fudlenses con una elegante concisión digna de historiador romano.

A Adriano III, que había mandado azotar desnuda por las calles de Roma a una dama noble y que le había hecho sacar los ojos a un alto oficial del palacio Laterano, lo asesinaron: hoy es santo y su fiesta se celebra el 8 de julio. A Esteban VIlla encarcelaron y estrangularon.

Este papa hijo de sacerdote fue el que hizo exhumar a su antecesor el papa Formoso, con nueve meses de muerto, para juzgarlo en el famoso “sínodo del cadáver”, en que lo revistió de sus ornamentos pontificios, lo sentó en la silla de Pedro, lo juzgó por tres días y lo condenó por “ambición desmedida de papado”: le arrancaron las ves-tiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar (ahora en una cueva), lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y así, des-nudo, mutilado, vejado y putrefacto lo tiraron al Tíber.

A Esteban VII lo había precedido Bonifacio VI, un hijo de obispo que reinó doce días y murió de gota. Y lo sucedió el papa Romano, her-mano del papa Marino I y ambos hijos de cura. A Romano, que reinó tres meses y murió en forma sospechosa, lo sucedió Teodoro II, que murió igual, a los veinte días de su pontificado; alcanzó a sacar del Tíber el cadáver de Formoso y a enterrarlo por tercera vez revestido de nuevo de sus galas pontificias. A Benedicto IV lo mataron en me-dio de una refriega entre partidarios y enemigos del difunto papa Formoso unos agentes de Berengar de Friuli, rey de Italia. Y a Juan X lo depusieron, lo encarcelaron en Castel Sant’Angelo y lo asfixiaron con un cojín por instigaciones de Marozia, la hija de Teodora la Vieja, que había sido su amante y la que lo elevó del obispado de Ravena al papado. Dos grandes méritos tiene este papa: hizo arzobispo de Reims a Huguito, un niño de 5 años hijo del conde Heriberto; y tuvo con Teodora la Vieja una hija, Teodora la joven, madre de Juan XIII. Aún no lo canonizan.

Esteban VIII murió desorejado y desnarigado por andar conspirando contra el todopoderoso señor de Roma Alberico II a quien le debía el puesto. A Benedicto V, que había deshonrado a una doncella y huido a Constantinopla con lo que no se alcanzó a llevar Juan XII del tesoro de San Pedro, a su regreso a Roma sin un quinto León VIII le des-garró las vestiduras, le arrancó las insignias papales y el báculo y tras hacerlo arrodillar le rompió la cabeza a baculazos. No murió, sin em-bargo, de los baculazos: un marido vejado lo cosió a puñaladas (más de cien) y luego lo arrastró por las calles y lo arrojó a un pozo. El bondadoso historiador de la Iglesia Gerber lo llamó “el más inicuo de todos los monstruos de la impiedad”. ¡Qué va! ¡Tampoco fue para tanto!

Como su tocayo Juan X, Juan XIV murió en Castel Sant’Angelo, pero no asfixiado sino envenenado: el antipapa Bonifacio VII lo tumbó, lo apaleó, lo encerró y lo mandó envenenar, pero ni a aquél se le consi-dera mártir ni a éste papa. Gregario V, papa a los 24 años por obra de su primo segundo el emperador Otón III, cegó y aligeró de orejas, nariz, lengua, labios y manos al antipapa Juan XVI (Juan Philagathós que fuera arzobispo de Piacenza), lo coronó con una ubre de vaca, lo paseó montado en un asno por Roma y lo encerró en un monasterio donde murió desconectado del mundo, si bien en este caso no hay papicidio propiamente dicho sino más bien un simple antipapa escar-mentado. Sergio IV cayó asesinado junto con su protector Juan Cres-cencio durante una revuelta en Roma. A Clemente II lo envenenó con plomo Benedicto IX, nuestro papa-niño que, no bien creció, por amor a una prima y a cambio de los diezmos de Inglaterra había abdicado en favor de su padrastro Gregorio VI, a quien Clemente II sucedió. El sucesor de Clemente, Dámaso II, murió en Palestrina a los veintitrés días de pontificado, según unos de malaria, según otros envenenado por el mismo ex papa-niño. ¡Ah, qué me iba a imaginar yo que el laúd de mis amores iba a resultarme un papicida doble! Eso de “De-jad que los niños vengan a mí” es puro cuento. Los niños son corrup-tores de mayores y en cada uno de ellos hay un asesino en potencia.

Destripan con sus piececitos a los grillos y les sacan los ojos a las ra-nas.
A Juan XXI, papa letrado que reinó ocho meses durante los cuales le dejó el manejo de los asuntos eclesiásticos y terrenales al cardenal Giovanni Gaetano para dedicarse él por entero a sus erudiciones, le cayó encima el techo del pequeño estudio que se había construido detrás del palacio Laterano y murió aplastado. Quién le tumbó el te-cho no se sabe. Si no fue el cardenal Gaetano, que lo sucedió con el nombre de Nicolás III, entonces fue el Espíritu Santo. Nicolás III, muy sabiamente, se mudó al palacio Vaticano, de techos menos in-ciertos. Urbano VI murió envenenado. A Pío III, sobrino de Pío II que lo nombró arzobispo de Siena a los 21 años, lo mató de gota el Espí-ritu Santo, a los diecisiete días de reinado. Otros tres papas malogra-dos, que también se llevó el Paráclito en sus pañales pontificios, son: Celestino IV, que reinó catorce días; León XI, sobrino de León X, que reinó vein-tiséis; y Adriano V, que reinó treinta y cinco.

De los doscientos sesenta y tres papas con que el Paráclito ha bende-cido a la humanidad, la suertuda, diez duraron menos de treinta y tres días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente Albino Lu-ciani, alias Juan Pablo I, y varios otros un par de meses. ¿No se les hace muy raro? ¿Serán los designios inescrutables de la traviesa pa-loma que a veces empantana un cónclave durante semanas, meses y aun años, para acabar llamando, celosa, a su elegido a los pocos días de coronado?.

Pero quien tiene el récord de los papas breves es Gio-van Battista Castagna, alias Urbano VII, que no alcanzó a llegar ni a la coronación: saliendo del cónclave enfermó de malaria y en pocos días subió al Altísimo. Era sobrino del cardenal Verallo y tenía un currículum burocrático impresionante. Entre los muchos puestos ecle-siásticos que ocupó figuran los de Consultor e Inquisidor General del Santo Oficio, con los que amasó una fortunita. El día mismo en que salió elegido sucesor de Pedro, la zanzara matapapas se le posó en-cima con sus patas largas y le aplicó su letal inyección de Plasmodíum de parte del Espíritu Santo. La fortunita la dejó para el cuidado de las niñas pobres. ¡Claro, como no se la podía llevar al cielo! Dicen que Albino Luciani murió del corazón. ¡Y les creo! Muerto está aquel a quien el corazón se le para.
Urbano VII no era sin embargo el primer papa inquisidor pues ya lo había sido Adrian Florensz Dedal, alias Adriano VI, uno de los suceso-res en España de Torquemada. Ni sería el último. Sin ir más lejos, nuestro actual Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, también fue In-quisidor: de la Inquisición (hoy cantinflescamente llamada “Congre-gación para la Doctrina de la Fe”) este Führer taimado dio el brinco al potro. Que la Iglesia no era “relativista” dijo en el sermón de la misa que ofició por el eterno descanso de Juan Pablo II. Dos días después, cónclave; tres días después, papa; cuatro días después, que siempre no, que todo es relativo, que todo depende de las épocas, los lugares y las circunstancias y que hay que juntar a la Iglesia Ortodoxa con la Romana, bajo un solo pastor, él, con un solo cayado, el suyo, que es el que mejor se para. Por lo demás, ¿qué papa no es un inquisidor? Todos están inquiriendo en la conciencia ajena, olisqueando, olfate-ando, espiando por los agujeros.

No hay papas buenos. Ni malos. Hay papas peores. Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos, Bonifacios, Juanes, Pablos… Detrás de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos: Inocencio III designa al monstruo Lotario da Segni; Inocencio IV al monstruo Sini-baldo Fieschi; Inocencio VIII al monstruo Giovanni Battista Cibó. Y así …Yo nací bajo el pontificado de Eugenio María Giuseppe Giovanni Pa-celli, alias Pío XII, el gran alcahueta de Hitler, pero no lo conocí. A mi mamá le mandó un diploma firmado de su puño y letra y con su foto, que un vecino nos compró por veinte dólares en Vía della Concíllíaz-íone y con el cual le concedía indulgencia plenaria a la santa por los veinte hijos que alumbró, a razón de dólar por hijo y de hijo por año. El diploma acabó colgado de una pared de mi cuarto desde donde me vigilaba día y noche. “¿Qué me ves? -le increpaba- Que te estén cau-terizando el culo en los Wojtyla infiernos, nazi puerco”. Pero no. Está en el cielo entregado al dele y dele, al sube y baje con la monja Pas-calina que se trajo a Roma de Alemania y a quien los italianos llama-ban la papessa y Virgo potens.

Pero volviendo a los niños y al precepto evangélico para no dejar ca-bos sueltos, Julio III (Giovanni Maria del Ciocchi del Monte antes de convertirse en esposa del Señor) se levantó un mocito de 15 años en una calle de Parma, se lo llevó a Roma con su hermanito, al que hizo cardenal, y vivieron los tres felices celebrando unas misas de tres pa-dres de puta madre. ¡Qué envidia! Después, hilando Cronos su rueca, el parmesanito fue a dar a la cárcel por criminal. ¡Doble envidia la que me da! En este desfile de papas putañeros, engendradores y polígamos en que se prodiga la historia de la Puta, un devoto del sexo fuerte es rara avis. Aunque ni tan rara, ¿eh? ¿De nuestro Pablo-VI reciente no se decía pues que le gustaban le marchette? Esto es, los hermosos cuanto sucios prostitutos romanos que se venden por amor: por amor a su profesión en las tenebrosas noches del Coliseo en que la luna demente le saca brillos de ira al cuchillo. O mejor dicho se vendían, en mis tiempos, ya no. Cronos acaba con todo, hasta con el nido de la perra. Costaban soldi spiccioli, moneditas. La prosti-tución es hermosa, una obra de misericordia que se suma a las otras: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, redimir al cauti-vo, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al lo ha menester, consolar al afligido, corregir al que yerra, perdonar las injurias, sufrir con paciencia las flaquezas del prójimo y rogar a Dios por vivos y por muertos.

En una audiencia pública, para consternación de sus ayudantes pero para acallar de una vez por todas los infames rumores, Giovanni Bat-tista Montini alias Pablo VI, el de la inspirada encíclica Humanae vi-tae, el gran precursor de Wojtyla en su cruzada de la paridera, alzó la voz y declaró que no era homosexual. Ah, ¿no? Y si no, ¿entonces qué? ¿Un necrofilico, un bestial, otro papa putañero?
Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret el conde de Montfort se fue a saquear a Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Amalrico y quemó a ciento cuarenta albigenses. Y he aquí el comien-zo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en los siglos venideros a los esbirros de Domingo de Guzmán. 

De Miner-ve el conde pasó a Lavaur donde quemó a cuatrocientos. Tal vez sean estas hazañas las que le valieron el elogio de “valeroso caballero cris-tiano” que le hizo el papa Inocencio durante el Cuarto Concilio Late-rano. Ahora bien, si a Montfort le tocó condado, a Amalrico le tocó arzobispado: el de Warbona. Para mí que se merecía más, la silla pontificia no bien murió Inocencio. ¡Qué menos para quien fuera alma y nervio de la Cruzada albigense! Que es como se designó a esta campaña de exterminio, con cierta impropiedad en verdad pues cru-zadas son las masacres de mahometanos a manos de cristianos, no de cristianos a manos de sus correligionarios. ¡Qué importa, de algún modo hay que llamar las cosas!
¿Y cómo juntó su inmenso ejército el legado papal? Gracias a las promesas de Inocencio a los que se sumaran a su cruzada: propiedad de las tierras conquistadas, dispensa del pago de intereses en las deudas, inmunidad ante las cortes civiles, absolución de todos los pe-cados y las mismas indulgencias prometidas a los cruzados de Tierra Santa. Y ahí va el futuro arzobispo de Warbona con su turbamulta de a pie y de a caballo contra esos herejes alebrestados que predicaban la humildad y la pobreza como Cristo, y que no se reproducían como Cristo.

En realidad el verdadero motivo de esa cruzada no era la herejía (al fin y al cabo herejes somos todos, hasta los más ortodoxos, pues la herejía de hoy bien puede ser la ortodoxia de mañana) sino la des-obediencia al papa, el desacato. A Francisco de Asís, el más pobre entre los más pobres, Inocencia III lo conoció en persona y no lo mató. Pero es que el sumiso Francisco había llegado ante él en son de obediencia, lamiendo pisos; en cambio los albigenses se dieron a dis-crepar, a refunfuñar, a perorar contra las riquezas y la corrupción del clero. Al papa lo llamaban “el Anticristo” y a su Iglesia “la puta de Babilonia”, según la expresión de ese libro alucinado y marihuana que escribió San Juan en la isla en Patmos a los 100 años, el Apocalipsis: “Ven y te mostraré el castigo de la gran ramera con quien han forni-cado los reyes de este mundo. La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata; resplandecía de oro, de piedras preciosas y perlas; y tenía en la mano una copa de oro llena de las inmundicias de su fornica-ción, y escrito en la frente su nombre en forma cifrada: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y abominaciones de la tierra (Apocalipsis 17:1-5).

Muerto Inocencio III su cruzada pasó a Honorío III, luego a Gregorio IX (tío del futuro Alejandro IV y sobrino de Inocencio III, quien a su vez era sobrino de Clemente III) y luego a Inocencia IV. En la cate-dral de Saint Nazair mataron a doce mil. El obispo Folque de Tolosa en su obispado mató a diez mil. Y el arzobispo de Narbona mató a doscientos: los arrojó a una enorme hoguera que encendió en el prat des cramats, al pie del castillo de Montsegur. En Agen, en fin, que-maron a ochenta. ¿Tan sólo ochenta? ¿Acaso perdía fuerza la cruzada de los Inocencios? Sí, pero por escasez de materia combustible, no por falta de voluntad comburente. Dejaron a la civilización del Lan-guedoc cual tabula rasa. ¡Adiós trovadores y juglares, a cantar en los coros celestiales! Adiós langue d’oc. Los calumniadores de oficio, que nunca faltan, dicen que durante esta cruzada la Iglesia mató a un millón. ¡Qué val Si acaso a cien mil. Cien mil que de todos modos se habrían muerto, ¿o me van a decir que después de ochocientos años seguirían vivos, por más albigenses que fueran? No, no se puede. La tierra gira, el sol se pone y todo se acaba.

Inútil cruzada esta de los albigenses en mi opinión, pues si esas bue-nas almas de Dios no se reproducían, los hubieran dejado tranquilos y ellos se hubieran acabado solos, como siglos después se acabaron los shakers: por omisión de la cópula reproductora, que es la causa de las causas de este desastre. Lo que sí quedó bien grabado para lo sucesivo en la mente del rebaño cerril -con hierro, fuego, sangre y olor a carne chamuscada- fue la lección de que al papa se le obedece, queramos o no. Y es que él no es el simple Vicario de Pedro, como se creía erradamente antaño, sino el Vicario del mismísimo Cristo, según el monje Hildebrando, alias Gregorio VII, descubrió. Este antecesor no muy lejano de nuestros Inocencios colocaba su casto y enjoyado pie sobre un cojín de raso y se lo hacía besar por todos: príncipes y lacayos, clérigos y campesinos, putas y damas. La cristiandad se con-virtió entonces en un sumiso rebaño de podófilos (no “pedófilos”, que es lo que es el padre Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo). Y sostenía el del casto pie que “el papa no podía ser juzgado por nadie”. A lo cual bien podríamos agregar hoy día: “ni siquiera por Dios”. Pues en efecto, después de dos milenios en que hemos visto desfilar a doscientos sesenta y tres de esos energúmenos ensotana-dos, ¿ha castigado el Altísimo a uno solo? Más ha castigado a Stalin y a Pol Pot…

Me gusta también de los albigenses su dignidad para morir. Practica-ban el endura, que consistía en dejar de comer hasta que llegaba por ellos, silenciosa, callada, la Parca. Y según nos cuenta el cronista Vaux de Cernay, cuando el conde de Montfort montó su hoguera en Minerve no tuvo necesidad de forzar a los ciento cuarenta albigenses que allí quemó para que entraran en las llamas: ellos mismos lo hacían por su propio pie, orando, sin un lamento. Y entre el crepitar de la leña y un olor a carne chamuscada se iban yendo sus almitas puras rumbo a la nada de Dios, que no existe, lejos del infierno de este mundo.

¡Qué diferencia con el innoble fin de Wojtyla! Seguido hasta el umbral de la eternidad por la prensa carroñera, este vejete babeante, tem-blequeante, balbuciente, iba, venía, subía, bajaba, bendecía, pontifi-caba, cagaba, parrandeándose su pontificado de pe a pa. Y así lo vi-mos en el acto final de su farsa protagónica aferrándose a la vida y al poder como una ladilla insaciable al negro pubis de una puta. Que los que mató la Inquisición, decía, no habían sido tantos como afirmaban los enemigos de la Iglesia sino muchos menos. ¡Quién sabe cuántos creería este engendro que fueron los mártires del cristianismo cuando las persecuciones de los emperadores romanos! ¿Millones?

Me dijo un estudioso, para mí gran hombre sabio: "Que debemos replantearnos la Historia por medio de un Reset y empezar desde cero, porque todo lo que nos contaron es falso y eso implica no quemar libros pero si desechar millones que solo son cortina de humo y falacias inventadas para manipular y para aturdir nuestras neuronas mientras estos diabólicos necios estudian como seguir robándonos sin medida!.

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